09-07-2013

Hipólito Yrigoyen, jefe inmortal

Por Leopoldo Moreau (*)

Leopoldo MoreauEl 3 de julio de 1933 -hace 80 años- como nunca antes se había visto, el pueblo de Buenos Aires se transformó en marea humana para llevar a pulso el ataúd de Hipólito Yrigoyen.

Fue la revancha del pueblo, como siempre se toma la revancha el pueblo: con amor y con pasión, a diferencia del revanchísmo de las minorías oligárquicas y reaccionarias que solo destilan odio.

¿Pero qué reivindicaban las mayorías populares de la trayectoria de Yrigoyen? En primer lugar, que nadie como él había luchado para que el pueblo tuviera el derecho a elegir sus gobernantes. No fue una pelea fácil. Llevó décadas de persecuciones,cárcel, muertes de cientos de compatriotas que con revoluciones,alzamientos y abstenciones terminaron torciéndole el brazo a lo que el caudillo califico como «El Régimen».

También esa masa popular se lanzó a las calles ese 3 de julio para decirle a la dictadura y el fraude de las minorías que no olvidaba al Presidente que reconoció por primera vez a los sindicatos; al que impulsó a los estudiantes a profundizar la Reforma Universitaria; al que se plantó frente al imperialismo naciente repudiando la invasión norteamericana a Santo Domingo y a la Nicaragua de Sandino; al que designó a Mosconi frente a YPF y declaró que el petróleo era una riqueza inalienable del país.

En definitiva la gente salió a decir que no olvidaba al que había sido un conductor inclaudicable de la CAUSA nacional, popular y democrática.

Yrigoyen había sido insultado, estigmatizado, burlado y arrastrado por la difamación de los enemigos de la Nación y del pueblo. Lo bautizaron como «el peludo» para asociarlo a un bicho feo y desagradable que vive encerrado en una cueva. Dijeron que era un viejo libidinoso y senil. Pusieron en duda su honestidad a punto tal que en el fatídico golpe del 6 de septiembre cuando una turba salió a saquear su modesto departamento de la calle Brasil muchos fueron con la esperanza de encontrar entre esas modestas paredes los míticos millones que «se había robado».

Esas injurias y canallescas diatribas no llegaron al pueblo y por eso ese pueblo se mantuvo sin fisuras y la lealtad que le profesó a Yrigoyen no declinó nunca y menos a la hora de su muerte. Una muerte que no llegó de casualidad sino que la provocó la venganza del anti pueblo cuando a pocos días del golpe del 6 de septiembre -a sabiendas de que el viejo estaba enfermo- lo confinó en la isla Martín García, donde en aquellos tiempos no existía el confort de hoy y la humedad y el frío lo condenó a una infección pulmonar que lo llevo a la muerte; pero Yrigoyen no murió. Estuvo presente en cada lucha por preservar la independencia y la dignidad de la Patria y en cada epopeya destinada a ganar la democracia. Fue bandera no solo de los radicales, sino de todas las corrientes populares que alumbraron en Argentina.

Volviendo a la muchedumbre que ese día lo vitoreaba llevando sus restos desde un departamento de la calle Sarmiento hasta el panteón de los caídos en la revolución del 90. Es inevitable no recordar que alguna vez Arturo Jauretche dijo, algo más o menos, así: «La multitud siempre expresa amor y las minorías odio. Será porque cuando las mayorías conquistan derechos lo reciben con alegría y cuando las minorías pierden privilegios les produce rencor».

No hay dudas: Yrigoyen, nuestro Jefe Inmortal representaba a las mayorías. Algunos hoy deberían tenerlo presente.

(*) Fundador de la Junta Coordinadora Nacional y del Movimiento de Renovación y Cambio. Ex senador nacional, ex presidente de la Cámara de Diputados de la Nación. Actualmente, preside la Fundación Espacio Progresista y el MODESO, linea interna de la UCR bonaerense.