14-06-2022

La inflación hace crecer el enojo contra los políticos

Por Estefanía Pozzo (*) – Columna de The Washington Post

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La inflación es una moneda con dos caras. La más obvia es la económica. No hace falta ser especialista para entender que una economía con inflación alta funciona mal. Las personas viven intranquilas, el salario alcanza cada vez para menos cosas y el aumento de los precios genera angustia. Al mismo tiempo, las empresas tienen problemas financieros o no pueden planificar, se vuelven reticentes a invertir y, por ende, hay menos generación de empleo. Se consume menos o crecen las deudas para poder seguir consumiendo lo mismo. Es lo que empieza a suceder en la mayoría de los países del mundo, porque la inflación está tocando niveles que no se habían registrado en décadas. Sin embargo, a pesar de todo esto, la economía funciona. Mal, pero funciona.

La otra cara es la política. Los aumentos de precios tensionan las relaciones sociales: mientras unos se llenan los bolsillos, otros apenas llegan a comer. No es que la porción de dinero extra que se llevan los aumentos de precios se evapore, sino que sale de algunas billeteras flacas para engordar especialmente a las más llenas. Y el deterioro de la calidad de vida se traduce en una pérdida de popularidad para quienes toman las decisiones en la economía. Es por ese desgaste que se produce en la legitimidad que, a quien más debería preocuparle la inflación, es a la política, especialmente a quienes están a cargo del poder Ejecutivo.

Es fundamental que los políticos entiendan que la inflación es un nervio que toca al mismo tiempo a la economía y al sistema político. La inflación estimula el sentimiento antipolítica porque hace crecer la sensación de que los gobiernos no resuelven problemas, sino que son parte de ellos.

Hace unas semanas tuvo lugar en Davos el tradicional Foro Económico Mundial, un espacio anual en el que las personas más influyentes a nivel global se reúnen para hablar de temas relevantes para la economía. En ese contexto, la organización Oxfam reveló un informe demoledor para el corazón del poder económico: la fortuna de los multimillonarios creció 453,000 millones de dólares en los dos años de pandemia, especialmente la de los empresarios de la alimentación, la energía y el sector farmacéutico.

Pero esas cifras no dicen mucho. Hay que ponerlas en contexto. Pensemos en dos relojes. El primero marca un sonido cada 30 horas e indica que una nueva persona se volvió multimillonaria. El segundo emite un sonido cada 33 horas y significa que alrededor de un millón de personas quedaron sumidas en la pobreza extrema. Dos relojes casi sincronizados en el tiempo pero absolutamente desiguales en lo que significa cada pulso.

Si miramos las cifras de América Latina, la región más desigual del planeta, la situación también se replica: la riqueza de los más ricos aumentó a un ritmo de 124 millones de dólares por día y creó 27 nuevos súper ricos desde 2020 a esta parte. La contracara de eso es la crítica situación social en la base de la pirámide social: al crecimiento de la pobreza extrema producto del impacto negativo de la pandemia en la economía, ahora se suma la guerra en Ucrania. Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), esto causaría que alrededor de 7.8 millones de personas se sumen a las 86.4 millones que ya no alcanzan a comer lo básico en el continente.

La situación antes de la pandemia tampoco era la mejor. También de acuerdo a datos de CEPAL, el progreso económico y social de América Latina se había moderado y eso provocó ya un descontento social que se ha traducido en protestas y movilizaciones. El estallido social en Chile en 2019 o el cambio de signo político en la Argentina luego de una dura crisis económica son evidencia de ello.

Comer no puede ser un lujo. Es una necesidad básica. Y el aumento de la riqueza de los empresarios no puede ser a costa del aumento del hambre de quienes menos tienen. Los datos son impresionantes: el índice que muestra la evolución de la industria alimenticia en Wall Street tuvo un crecimiento de 5.6% en 2022, mientras que el índice que agrupa a las 1,000 empresas más grandes de la bolsa estadounidense cayó alrededor de 24%. Es decir: invertir en la industria alimenticia hoy es más rentable en términos relativos que hacerlo en las compañías más grandes de Wall Street. Pero, además, es impactante ver que, entre las que dejaron más rendimientos a los inversores, se encuentran dos de las empresas más grandes a nivel global que, paradójicamente, son compañías de Brasil.

Frente al aumento de lo básico, de lo que hace falta para subsistir en el día a día, las sociedades les demandan respuestas a los encargados de los gobiernos. Lo saben bien los políticos en Argentina, un país con un problema de inflación crónico. Allí, una consultora encontró una correlación entre la alta inflación y la derrota de los oficialismos en las elecciones. Algo que, en Brasil, también complica al presidente Jair Bolsonaro y erige a Luiz Inácio Lula Da Silva como favorito en las elecciones presidenciales de este año. Más al norte, en Estados Unidos, la popularidad del presidente Joe Biden también acusa recibo de este pesimismo económico.

La respuesta a la inflación no debe ser solo una receta técnica de algún economista. El aumento histórico de los precios debe contener una lectura sobre quiénes pierden y quiénes ganan con la situación y, sobre todo, buscar equilibrar la balanza. La dimensión política es y debe ser un aspecto central para resolver el problema.

(*) Periodista argentina especializada en temas económicos y financieros.