04-04-2016

Ajuste o inflación

Por Luis Domenianni (*) – Columna del diario Democracia de Junín

Con los recientes incrementos de la casi totalidad de los servicios públicos dados a conocer por el Gobierno, la opinión pública comenzó a criticar lo que considera un duro ajuste.

Con los recientes incrementos de la casi totalidad de los servicios públicos dados a conocer por el Gobierno, la opinión pública comenzó a criticar lo que considera un duro ajuste.

Luis DomenianniEstá terminado y no lo está. La derogación de las leyes denominadas «cerrojo» y de «pago soberano» cierra el «default» voluntario en materia de deuda externa, cuyos orígenes se remontan al año 2001.

Nunca es malo repasar la historia. No solo para echar culpas a gobernantes, sino también para reconocer nuestras propias responsabilidades como ciudadanos.

Los capítulos más recientes de la deuda externa argentina se vinculan con el famoso, alabado y finalmente nefasto uno a uno del ex ministro de Economía, Domingo Cavallo, quien ejerció el cargo bajo dos presidencias: la de Carlos Menem y la de Fernando de la Rúa, en la segunda impulsado y propuesto por los hoy «revolucionarios» del FREPASO.

Para solventar los crecientes gastos del menemismo, sin caer en la inflación, Cavallo ideó una vinculación entre la moneda circulante y las reservas en poder del Banco Central. Así fijó por ley una paridad de uno a uno entre el peso y el dólar.

¿Cómo se sostenía el esquema? Pues, endeudándose. No para obras públicas, ni para inversiones productivas. Cavallo hacía ingresar dólares al país, vía préstamos externos, para aumentar la masa monetaria sin quebrar el uno a uno.

Todo fue aparentemente bien – lo de aparente es porque las exportaciones se derrumbaron mientras que las importaciones crecían extemporáneamente, al punto que los argentinos hacíamos el «asadito» con carbón italiano- hasta que los prestamistas llegaron a la conclusión que Argentina no estaba en condiciones de pagar semejante endeudamiento.

Entonces dejaron, obviamente, de prestar y todo el invento de Cavallo se vino abajo. Fue en el terrible final del 2001 cuánto muchos, muchísimos, de los que vivaban el uno a uno pasaron, sin solución de continuidad, a pedir que se fueran todos.

Uno de los tantos presidentes – Adolfo Rodríguez Sáa- que sucedieron a De la Rúa hasta la llegada de Eduardo Duhalde, declaró el «default», término técnico que indica la cesación de pagos.

Bueno es recordar que, en aquel momento, la bancada peronista de ambas cámaras legislativas celebró el «default» como un hecho patriótico y soberano. Como se puede apreciar, el relato no es solo patrimonio del kirchnerismo.

De allí en más comenzó un largo camino para pagar lo que se debía, que arrancó con el primer canje de bonos de la deuda, siguió con el absurdo pago por adelantado al Fondo Monetario Internacional y continuó con un segundo canje.

Luego sobrevinieron la inmensa indemnización a Repsol por la expropiación de solo una parte de YPF, el pago de las sentencias contra la Argentina del Tribunal Internacional de Comercio (CIADI) y el pago al Club de París, que representó cuadruplicar la deuda original. Todo ello con el kirchnerismo.

Ahora llega el capítulo cuasi final: la derogación de los impedimentos legales para pagar lo que se debe a los acreedores de la Argentina, llámense buitres, tenedores de deuda o simplemente acreedores.

En este periplo de declaraciones altisonantes y de patrioterismo a la bartola, la Argentina pagó muchísimo más de lo que debía, destruyó al Banco Central, liquidó el valor del dinero nacional y quedó como un país paria en el mundo.

Seguro, fue el kirchnerismo, pero el kirchnerismo ganó casi todas las elecciones en las que participó desde que Néstor Kirchner asumió en el 2003. Hoy hay que pagar las consecuencias.

Los próximos días serán cruciales para dejar atrás el default. La Argentina va a pagar no solo a los llamados «buitres» sino también a todos los acreedores que ingresaron a los canjes pero que no cobran por una disposición del juez Thomas Griessa, en alguna medida sujeta a una decisión, el 13 de abril próximo, de la Cámara de Apelaciones de Nueva York.

Para efectivizarlo, la Argentina intentará colocar bonos en el mercado financiero a 5, 10 y 30 años, a fin de juntar los fondos necesarios para los pagos.

En teoría, todo debería terminar bien. Veremos.

Aumentos

Los humores cambiantes en la Argentina siempre están a la orden del día. Y con los recientes incrementos de la casi totalidad de los servicios públicos dados a conocer por el gobierno y, probablemente, aplicados desde el corriente mes de abril, la opinión pública – o mejor dicho, la publicada- cayó en una crítica sobre lo que consideró como ajuste.

Y, sin dudas, de un ajuste se trata. La discusión, válida como cualquier discusión, no amerita estacionarse en lo semántico. Hay que avanzar hasta el dilema de fondo: ¿Es posible sin ajuste reducir la inflación?

Es obvio que no. Al menos en lo inmediato. Cierto es que si el país crece, los ingresos del Estado pueden mejorar y, por ende, reducir el déficit fiscal a través de una mayor recaudación siempre y cuando no se caiga en la tentación de incrementar el gasto.

Pero eso es a mediano plazo. A corto, a cortísimo plazo, digamos al inicio del segundo semestre del año, resulta sencillamente imposible.

El kirchnerismo dejó al país con un déficit fiscal que equivale al 7 por ciento del Producto Bruto Interno. Para tomar una comparación, la Unión Europea solo tolera un déficit equivalente, como máximo, al 3 por ciento del PBI.

Ese déficit fiscal surge de tres fuentes. Del incremento del personal del Estado . nacional, provincial y municipal- que llegó a niveles nunca vistos; del monto de los subsidios a las tarifas de los servicios públicos; y a la corrupción que garantizaba el pago de sobreprecios por la obra pública.

Si bien el Gobierno produjo despidos, ni remotamente dichos despidos alcanzan para igualar el número de agentes públicos que el país solventaba hace una década. Ni siquiera son suficientes para retrotraer las plantillas al día del triunfo electoral del actual Presidente de la República.

Los subsidios hasta aquí se mantuvieron como tales, salvo para las tarifas eléctricas en el Gran Buenos Aires y en la Capital Federal. Y aunque los incrementos son porcentualmente importantes, nadie puede negar que parten de una base casi inexistente.

Un boleto de transporte automotor de diez centavos de dólar y de transporte ferroviario suburbano de poco más de cinco centavos de dólar es impensable en cualquier otro lugar del mundo, donde moverse en una ciudad cuesta un dólar, aunque es posible viajar por menos con la compra de abonos que aquí no existen.

Por último, la corrupción en materia de sobreprecios si bien no registra nuevos casos, aunque más no sea porque aún no comenzaron obras nuevas, subsiste frente a algunas obras anteriores que aún no fueron terminadas.

Por doloroso que sea, un sinceramiento de la economía es así. Y si bien siempre es posible, y hasta recomendable, subsidiar a quienes gastan poco – porque no pueden gastar más o porque son ahorrativos-, el resto de la sociedad debe pagar por los servicios que consume, si pretende que la inflación no le «coma» el salario.

Por supuesto que, como siempre, la moneda cuenta con dos caras. Se trata de pagar lo que se debe pagar, pero también se trata de recibir un servicio acorde con lo que se paga.

De nada servirá el sacrificio del sinceramiento si no se traduce en inversiones. Y eso, en la Argentina, más allá de las frases hechas, está por verse. Sobre todo si los servicios son prestados por los mismos empresarios que, hasta acá, vivían del subsidio.

No debe faltar electricidad en verano, ni gas en invierno. Es hora de viajar seguro y cómodo. Es momento de recuperar ferrocarriles. De profundizar puertos. De asfaltar caminos. De ampliar rutas. De mejorar las telecomunicaciones.

Si el gobierno del presidente Mauricio Macri muestra, durante el segundo semestre del año, el comienzo de una obra pública creciente, su crédito en la sociedad no decaerá. Caso contrario, se avecinan dificultades.

En ese sentido, el fin del default es un paso enorme.

Política

¿Cuándo llegará el momento de enfrentar al gobierno? Es el dilema sobre el que se debate el conjunto peronista del país. Desde los K hasta los desplazados del poder en sus distritos.

Los K, bajo el liderazgo de Máximo Kirchner, parecen morigerar el enfrentamiento. Ya no se trata, por ejemplo, de calificar el arreglo con los holdouts como traición a la patria, sino como algo que era necesario hacer pero que era posible hacerlo mejor.

Es un «nos oponemos» civilizado frente al conjunto ultra que encarnan los Hebe de Bonafini, los D’Elía y otros marginales de la política.

Claro que la conducción «civilizada» deberá superar una prueba de fuego el próximo 13 de abril. Ese día, Cristina Kirchner deberá concurrir a tribunales por la causa sobre el dólar futuro

Para entonces, el kirchnerismo prepara un acto político frente a los tribunales que enmarcará el retorno de la expresidenta a la arena política.

Todos imaginan una concurrencia masiva. Y la imaginan favorecida por los aumentos de tarifas encarados por el gobierno. Se trata de una especie de «Cristina nunca lo hizo» con relación al tarifazo.

En el fondo, es entendida como una oportunidad de trastocar en política, los problemas de corrupción que enfrenta el kirchnerismo.

Problemas que no cesan de acumularse. El último episodio consiste en la detención del exsecretario de Transporte, Ricardo Jaime, todo un emblema de la corrupción y de su exasesor Manuel Vázquez.

Jaime quien aún no comenzó a purgar su condena por la tragedia de la Estación Once, compró trenes en España y Portugal por 223 millones de euros. De esos trenes, prácticamente ninguno sirve y casi todos están, en estado de chatarra, escondidos en talleres ferroviarios.

Obviamente, Jaime no actuó solo. Sus superiores fueron el ex ministro de Planificación, ahora diputado nacional, Julio De Vido, y el presidente Néstor Kirchner.

De las 600 unidades que, aparentemente, conformaron la compra total – nadie sabe exactamente cuántas fueron las unidades importadas- solo funcionan ocho locomotoras y dos formaciones de trenes.

El resto fue escondido por orden de la presidencia de la República que ocupaba Néstor Kirchner.

Todo ello «adobado» con el pago de importantes «co-i-misiones» a empresas consultoras, intermediarios, firmas asesoras, etcétera. Y con bienes adquiridos a nombre de Jaime y su familia.

Esto es solo una pequeña parte de lo que Máximo y Cristina Kirchner y todos sus amanuenses intentan tapar a través de «procederes políticos». En otras palabras, ladrones disfrazados de políticos.

Frente a estos, se perfila un peronismo prudencial y un peronismo sin rumbo claro.

En la segunda categoría, se inscriben los Fernando Espinosa, el ex intendente de La Matanza que, con los aumentos de tarifas, creyó llegada la hora de la rebelión peronista contra el elitista y anti popular macrismo.

Se le fue la mano a Espinosa cuando habló de una explosión en el Gran Buenos Aires y la consiguiente caída de Macri.

Sin demasiada capacidad política, Espinosa expresó lo que algunos piensan, otros desean y nadie se atreve a decir. Pocas dudas caben que a nadie le gusta pagar servicios con aumentos de tarifas, pero de allí a la explosión hay una distancia más que considerable.

Aunque con cierto asentimiento en las sombras, Espinosa se quedó solo a la hora de recibir apoyos. A tal punto, que solo tardó un día en expresar sus disculpas a la gobernadora María Eugenia Vidal.

Del otro lado, la vía Urtubey – el gobernador de Salta- del diálogo con el gobierno mejora su perfil. Sin dudas, la votación en Diputados y en el Senado de la derogación de las leyes «cerrojo» y de «pago soberano», así lo demuestran.

Ese peronismo sabe que aún falta bastante hasta la llegada del tiempo de la confrontación y que dicha confrontación es en las urnas y no en las calles.

Es el conjunto que respalda a los gobernadores provinciales, mucho más interesados en gobernar sin sobresaltos sus propios distritos que introducirse en aventuras callejeras.

Y queda el massismo que transcurrió una semana no del todo fructífera con el más que probable alejamiento del intendente de San Miguel, Joaquín de la Torre, predispuesto para pegar el salto a las filas de Urtubey.

Por último, el sindicalismo. Con amagues opositores y palabras grandilocuentes frente al aumentos de tarifas pero con la mira puesta en la inflación, el cada vez más unido sindicalismo expresa un grado de tolerancia frente al gobierno, impensable en la tradición gremial peronista.

(*) Periodista.