28-06-2016

Un Gandhi de la política argentina

Por Marcos Aguinis (*) – Columna del diario La Nación

Cuando se cumplen 50 años del derrocamiento de este médico austero y honesto, su paso por la presidencia merece ser recordado tanto como su figura, que ha ido creciendo a medida que el país perdía el rumbo.


Marcos AguinisHace medio siglo, cuando un matón de las Fuerzas Armadas que ignoraba las instituciones de la democracia irrumpió a la cabeza de otros forajidos en la Casa de Gobierno para expulsar al presidente de la Nación llamado Arturo Illia, éste, con hidalguía ejemplar le reprochó: «Soy el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y usted un vulgar faccioso que usa sus armas y soldados para violar la ley».

Así ponían fin a uno de los gobiernos más limpios y progresistas del siglo XX. A partir de ese instante la Argentina fue absorbida por un torbellino que la empujó hacia una decadencia que aún nos cuesta remontar.

Illia nació con el siglo, en 1900, en Pergamino. Se recibió de médico en la Universidad Nacional de Buenos Aires, donde inició su pugilato político mediante un abierto apoyo a la Reforma Universitaria de 1918. Su desempeño suscitó el interés del presidente Hipólito Yrigoyen, quien le recomendó mudarse al pueblo de Cruz del Eje, al nordeste de la provincia de Córdoba, para atender a los miles de obreros que trabajaban en sus talleres ferroviarios. Para mantenerse actualizado, viajaba a menudo al Hospital Español de la capital de la provincia. En pocos años sus pacientes se convirtieron en legión. No se limitaba a recibirlos en su estrecho consultorio o atenderlos en los dispensarios, sino que hacía preparar los remedios en las farmacias y los llevaba personalmente a los enfermos que no podían desplazarse. Sin auto, hacía sus viajes en bicicleta, sobre el lomo de un caballo, en sulky o a pie.

Fue uno de los primeros políticos en denunciar el fascismo de Mussolini y el nacionalsocialismo de Hitler. Su palabra serena, pero bien fundada, comenzó a resonar. En 1938 fue elegido diputado provincial. Fue el año en que se producía un avance nazi desenfrenado, con la anexión de Austria y la criminal Noche de los Cristales Rotos. En Buenos Aires tuvo lugar una ensordecedora manifestación nazi en el Luna Park, al tiempo que se celebraba el avasallamiento de todas las instituciones alemanas democráticas de la Argentina. Las manifestaciones de Arturo Illia contra los delitos totalitarios aumentaron su visibilidad y en el año 1940 ganó el cargo de vicegobernador.

El mundo caía bajo la seducción de los totalitarismos. El derrocamiento de Yrigoyen ocurrido una década antes seguía fascinando a las mentes antidemocráticas y estimuló a quienes añoraban otro golpe. El 4 de junio de 1943 estalló el golpe de Estado que propiciaba un franco vuelco hacia el fascismo. Illia fue expulsado. El panorama político se tornó insalubre. Una marchita titulada «Cuatro de junio» debía ser cantada hasta en las escuelas y fue la precursora de la marcha peronista.

Desilusionado y sin recursos, Illia proyectó regresar a Pergamino. De inmediato, se expandió una popular colecta para comprarle una vivienda. Muchos años después, cuando visité esa casa -convertida ahora en un museo- abrí el libro con la lista de los contribuyentes. Me emocionó descubrir el nombre de mi padre, que regentaba una modestísima mueblería. También miré con otros ojos su estrecho consultorio, adonde me llevaban cuando niño. Lo vi más pequeño del que atesoraba mi memoria, así como su dormitorio y comedor. Pero estaba la famosa palangana, una suerte de gorra: allí sus pacientes depositaban los honorarios según les pareciera, y los que no podían pagar se iban con un apretón de manos. Cuando un paciente le informaba que no tenía dinero para comprar la medicina que recetaba, el doctor Illia guiñaba hacia la palangana y decía: «Lleve cuanto necesita».

Pronto fue elegido diputado nacional. Integró el famoso Grupo de los 44. Eran fieros políticos radicales que hacían frente a los abusos del poder, con riesgo de sus vidas. Recuerdo que a veces íbamos a la estación ferroviaria para recibir un pariente de Córdoba y encontrábamos a su esposa, que venía a esperarlo. Ella le confesaba a mi madre sus temores, porque se negaba a proveerse de custodia. Cuando aparecía Illia, además de su maleta, portaba un libro en la mano.

Salteo el lapso que tardó en llegar a presidente de la Nación. El premio Nobel Luis Federico Leloir, que no se caracterizaba por involucrarse en la política, tuvo el coraje de refutar a quienes pretendieron disminuir la herencia de Arturo Illia con estas palabras: «La Argentina tuvo una brevísima Edad de Oro en las artes, la ciencia y la cultura: fue de 1963 a 1966». En efecto, la inversión en Educación que realizó su gobierno fue la más elevada de la historia: la llevó del tradicional 12% al 23. Conformó un gabinete con figuras brillantes, muchas de las cuales integraron después los equipos de Raúl Alfonsín. Tuvo una esclarecida visión sobre las coordenadas de la política mundial y las aprovechó con un ímpetu que parecía contradecir su espíritu pacífico. Ordenó que se exportase sin ningún tipo de limitaciones. Uno de los destinos más riesgosos fue China, que arrojó buenos dividendos y no produjo choques con las potencias que preferían seguir manteniéndola aislada. Avanzó como ningún otro gobierno argentino en la disputa sobre las islas Malvinas, porque consiguió que Gran Bretaña aceptase negociar su soberanía política mientras prosperaban las buenas relaciones con sus habitantes.


Puso en marcha una temeraria ley de medicamentos que lo enfrentó a corporaciones poderosas. En contra de lo pronosticado, Illia volvió a triunfar. También eliminó las proscripciones al peronismo y al comunismo, y promulgó disposiciones contra la violencia racial.


Hizo crecer la economía como nunca antes. El PBI, luego de un retroceso en 1963, creció más del 10% en 1964 y otro 9% en 1965. Lo mismo pasó con el Producto Bruto Industrial, que luego de un retroceso en 1963, creció un 19% en 1965. Hizo crecer el ingreso de los trabajadores: sólo entre diciembre de 1963 y diciembre de 1964, aumentó un 9,6%. Bajó la desocupación del 9% en 1963 al 5% en 1966. Gobernó sin estado de sitio y fue un celoso defensor de la independencia de los poderes y de la libertad de prensa.

Los éxitos de su gestión austera y dinámica eran saboteados con una hostilidad que ahora resulta increíble, absurda. Había una intención delirante por sacarlo del poder a cualquier precio, y no se entiende por qué. La prensa mejor pensante no valoraba la dimensión de su patriotismo ni su lúcida calidad de estadista. Ramiro de Casasbellas, periodista de Primera Plana que no cesaba de calumniarlo, reconoció tardíamente: «El gobierno de Don Arturo Illia no abusó un milímetro de sus poderes. Al recato de su mando lo denominamos «vacío de poder»; al irrestricto cumplimiento de las leyes, «formalidad democrática»; a la moderación,«lentitud»; a la labor silenciosa y certera, sin autobombos ni desplantes, «ineficacia»; al repudio de la demagogia, «sectarismo»; al ánimo de concordia, «falta de autoridad», y a la severa reivindicación de una doctrina nacional, popular y cristiana, «exigencias de comité». Éramos nosotros los sectarios, los que carecíamos de autoridad».

A veces Arturo Illia salía de la Casa Rosada para tomar un poco de aire, con nostalgia, quizás, de las sierras cordobesas. Evitaba el acompañamiento de los custodios y saludaba a quienes se ponían cerca. Pero ese gesto de humildad fue descalificado por una imagen que se tornó cotidiana, en la que el Presidente aparecía en la Plaza de Mayo con una paloma sobre su cabeza. Otras escapadas las solía hacer al Teatro Colón, para escuchar música clásica desde un balcón lateral, invisible casi.

En la trágica madrugada del 28 de junio de 1966, la Casa de Gobierno fue invadida por militares que, años después – algunos- manifestarían su arrepentimiento. Illia se mantuvo en vigilia para enfrentarlos. Su poder estribaba en la legitimidad de su cargo y la ética de su conducta. Los recibió con dignidad cesárea, los descalificó, los retó. Sin miramientos fue sacado a empellones del despacho presidencial. Cuando llegó a la calle detuvo un taxi y se marchó a la casa de su hermano en las afueras de la Capital Federal. Pese a la campaña de desprestigio que intentaba ensuciar su tarea, no pudo encontrarse un solo cargo de corrupción en todo su mandato, ni siquiera en alguno de sus colaboradores. Renunció a su jubilación de Presidente y, en algunas ocasiones, se puso a trabajar en la panadería de un amigo. Vendió su auto para pagar el tratamiento de su esposa. No abandonó la política, sino que continuó frecuentando a miles de correligionarios que identificaba con nombre y apellido. Como si su trayectoria hubiese sido dibujada con detalles emblemáticos, falleció a comienzos del año en que nuestro país recuperó la democracia. Su carácter, modestia y jerarquía moral lo convierten en el Mahatma Gandhi de la política Argentina.

(*) Escritor. Exsecretario de Cultura de la Nación. Columnista del diario La Nación.