22-06-2016

La corrupción está en el sistema, más allá de los nombres

Por Hugo Alconada Mon – Columna del diario La Nación

El escándalo que muestra el nexo entre el dinero sucio y el financiamiento de las campañas políticas sacude a la sociedad y nos obliga a exigir cambios legales que fuercen un orden con menos vicios.


Hugo Alconada MonIbar Esteban Pérez Corradi aún es una anomalía. José López, no. Pérez Corradi fue el extremo al cual llegó la política. López, en cambio, es una manifestación de un sistema. Más aún: López es el sistema tal como funciona en la Argentina desde hace décadas, aunque quienes lo saben no quieran contarlo en voz alta.

López, con sus bolsos repletos de dólares en el monasterio, sólo expuso cómo funciona el sistema real de recaudación política. Ya sea para financiar las campañas electorales -y hay que juntar cientos de millones de pesos para cada contienda nacional, incluida la que se avecina en 2017- o para el enriquecimiento personal. Tanto para los jefes como para el bolsillo propio. Porque podrán negarlo, pero la política es la única forma de enriquecimiento que conocen muchos políticos y «empresarios» que, en realidad, no son más que cazadores de contratos y prebendas.

Así, mientras Pérez Corradi y los muertos del triple crimen, -que antes habían participado del tráfico de la efedrina y aportado a la campaña kirchnerista de 2007- aún hoy parecen más la excepción que la regla, López refleja la metodología que llevó a los Kirchner al poder.

Ni ellos ni Julio de Vido pueden argumentar que nada sabían. ¡Hacía 26 años que López caminaba junto a ellos, mientras acumulaba denuncias, acusaciones y reclamos, una y otra vez! «¡Petiso corrupto!», llegó a definirlo Sergio Schoklender, que lejos está de clamar inocencia.

López encarna un sistema, sin embargo, que lejos está de acotarse al kirchnerismo. Así funciona la política y así se hacen los negocios con el Estado argentino desde hace décadas. Sea que la gestión esté en manos de peronistas, radicales, partidos provinciales o vecinalistas. Funciona con dinero negro, con «retornos», «sobres», «aportes» y «contribuciones» y muchos otros eufemismos que definen la música con la que bailan aquellos que quieren bailar con el poder.

¿Por qué? Porque aunque lo nieguen los equipos de campaña de los tres principales candidatos a la presidencia durante 2015 -Mauricio Macri, Daniel Scioli y Sergio Massa- competir con chances reales de llegar a la Casa Rosada les demandó más de 1000 millones de pesos a cada uno. Que lo nieguen, si quieren, pero es así y sus propios equipos de campaña lo admiten con la puerta cerrada. Y hay que juntar ese dinero. ¿Cómo lo recaudaron? ¿De quiénes? ¿A cambio de qué?

Ahora, vale insistir, se avecina la campaña legislativa de 2017 y, salvo que se reforme en serio la ley de financiamiento electoral, los candidatos deberán pasar la gorra otra vez. Y personajes tanto o más oscuros que Pérez Corradi -que unió la efedrina con los aportes a la campaña K de 2007- volverán a aparecer.

El sistema que desnudó López, sin embargo, no sólo vive de la corrupción y florece gracias a ella. También es un sistema que garantiza la impunidad a los poderosos, como se sinceró una vez Alfredo Yabrán. Pero la máxima rige, claro, sólo mientras los poderosos son poderosos.

¿Cómo es eso? Simple y brutal. Si López aún hubiera sido secretario de Obras Públicas esa madrugada del convento, los policías no lo habrían detenido. Porque López los hubiera «chapeado». Y si aun así lo hubieran esposado, la maquinaria de impunidad habría tapado todo. Como lo lograron en infinidad de ocasiones de las que, sólo a veces y mucho tiempo después, tuvimos apenas un atisbo. Y si tampoco el encubrimiento hubiera funcionado, para eso están varios jueces federales de Comodoro Py, prestos para el cajoneo, el archivo y el sobreseimiento. Porque Norberto Oyarbide no era la excepción, apenas era el más llamativo de la regla.

Porque lo que estaba ocurriendo lo sabíamos desde hacía años, aunque hiciéramos como el avestruz. ¿Acaso Roberto Lavagna no renunció como ministro de Economía al denunciar la cartelización de la obra pública? ¿Acaso Sergio Acevedo no renunció como gobernador de Santa Cruz para no firmar unos contratos de obra pública digitados y con sobreprecios? ¿Acaso la Cámara Argentina de Construcción no jugó para De Vido durante la última década de la mano de Carlos Wagner?

«Esto se sabía, era vox populi», se sinceró el ex presidente de la Unión Industrial Argentina (UIA) Héctor Méndez, con López ya tras las rejas. ¿Por qué no lo dijo antes? Porque, planteó, «hubo un pacto de silencio respetuoso, porque nadie quiere ser botón».

El problema es que, cuando el poder se diluye, los mismos que te protegieron -o miraron para otro lado- hacen fila para comerte. Bien puede atestiguarlo ahora Cristina Fernández de Kirchner. Porque muchas denuncias ya estaban allí, en Tribunales, desde hacía años, durmiendo. Pero ahora los jueces y fiscales tienen que huir hacia adelante para protegerse a sí mismos.

Por eso Néstor Kirchner quería integrar el poder permanente. Porque comprendía bien que el poder de los políticos es de alta intensidad pero con vencimiento a plazo fijo, mientras que otros gozan de un poder de mediana o baja intensidad, pero estable y de largo aliento. Ciertos empresarios, banqueros, sindicalistas, dueños de medios e industriales lo disfrutan.

Se trata de un sistema de impunidad que se nutre de una estructura que se desarrolló de manera paulatina durante las últimas décadas. ¿Cinco rasgos de ese sistema? 1) El actual ordenamiento legal incluye penas muy bajas para delitos de corrupción, por lo que el temor a ir preso es casi inexistente, más aún a la luz del bajísimo porcentaje de condenas que registran los coimeros argentinos desde hace décadas. 2) La infraestructura para investigar esos delitos es insuficiente, con juzgados, fiscalías y organismos de control sin el personal necesario ni capacitado. ¡si en ciertas dependencias ni siquiera cuentan con Internet! 3) El presupuesto para las distintas áreas del Estado que deberían prevenir y combatir la corrupción es bajísimo, a tal punto que nuestro país destina más dinero a transmitir fútbol por televisión que a potenciar la Oficina Anticorrupción, la Auditoría General o las fiscalías especializadas, entre otras dependencias. 4) Quienes quieren investigar al poder carecen de verdaderos escudos protectores (así, por ejemplo, los jueces y fiscales «molestos» pueden ser apartados con facilidad de las causas calientes, mientras que el Consejo de la Magistratura se demostró impotente durante más de una década para resolver casos flagrantes de mal desempeño como el de Oyarbide). 5) Sobreabundan los operadores, expertos en «alegatos de oreja», distribución de prebendas y aprietes, ante jueces, fiscales, peritos y sabuesos.

¿Es casualidad, entonces, que la figura del arrepentido no rija en la Argentina para los delitos de corrupción, pero sí para el secuestro extorsivo, el financiamiento del terrorismo, la trata de personas o el lavado? Tampoco es casual que ni los políticos ni los empresarios locales quieran esa opción. Al contrario: le tienen pánico. Temen reflejarse en el espejo de Brasil, donde la justicia condenó a 18 años y 4 meses de prisión a Marcelo Odebrecht, un empresario más poderoso que Paolo Rocca, que ahora se acogió al régimen de «delación premiada». ¿Cuántos supuestos «empresarios», «banqueros» e «industriales» argentinos terminarían con el uniforme de reo si López o Ricardo Jaime u otros funcionarios siguieran aquí los pasos de Odebrecht? ¿Qué pasaría si alguno de los empresarios que lidiaron con la «embajada paralela» del equipo de De Vido a la hora de los negocios con Venezuela contaran cómo era la operatoria y qué compañeros de viajes «aceitaron» las bisagras correctas?

La pregunta que queda por responder, entonces, es obvia. ¿Realmente queremos cambiar como sociedad? Porque ayer fue María Julia, después vinieron Jaime y Amado Boudou, luego Leonardo Fariña y Lázaro Báez, y hoy es López. ¿Y mañana? ¿Pueden Pérez Corradi y el financiamiento político vinculado al narco convertirse en la regla en vez de la excepción? ¿Quién será el «Jaime» o el «López» o el «Báez» del macrismo? Debemos modificar el sistema imperante. Si no, sólo cambiaremos de nombres, pero repetiremos o incluso potenciaremos los vicios.

(*) Periodista, prosecretario de redacción del diario La Nación; ex profesor universitario; abogado.